Por Nicolás Sancho Miñano para LA GACETA

La “bendición” del papa Francisco a parejas del mismo sexo y “en situaciones irregulares” no deja de levantar polvareda, y no demoró en revelarse la vieja pugna entre progresistas y conservadores. La sociedad contemporánea, al menos la occidental, está acostumbrada desde hace siglos a una rencilla permanente donde se baten a duelos dialécticos estériles; por un lado, los idealistas utópicos que siguen aferrados a la quimera de que el ser humano se perfecciona con el avance de la civilización; y, por el otro, aquellos que siempre se resisten al cambio y a la novedad defendiendo, aun con los ojos tapados, cualquier tipo de statu quo.

Siempre me sentí atrapado en esta repetitiva disyuntiva, quizás porque según el tema a veces podía ubicarme de un lado u otro. En este sentido, vagué desconcertado sobre cuál posición tomar, hasta que sorpresivamente encontré una perspectiva para salir por arriba de esta laberíntica y antigua controversia. El gran referente de esta corriente, tan difícil de encasillar —oscilante entre la filosofía y la teología— es René Guénon. Un pensador francés de principios del siglo XX, especialista en las tradiciones de la India, a quien se asocia con la masonería, aunque publicó varios años en revistas católicas y terminó iniciándose en el islamismo. Guénon fue un buscador incansable de la mística raigal. No se quedó enclaustrado en la frialdad del pensamiento académico ni tampoco sucumbió a la tentación de convertirse en uno de los gurúes pop o de los pseudochamanes que afloraron en el siglo pasado. Si bien alcanzó cierta notoriedad en nuestro país cuando fue editado por Eudeba, como todo buen denostador del modernismo que no temió objetar a Freud, a Jung, al marxismo, al capitalismo y a todos los ídolos postmodernos, Guénon fue ocultado progresivamente por el canon catedrático, y ni que hablar de cómo sigue siendo ignorado en los claustros universitarios.

El sentido de lo religioso

Sus textos explican el sentido de las religiones y sus raíces metafísicas con una claridad que bien podría desvanecer las certidumbres de cualquier militante anticredo y hasta del más cultivado de los ateos. Sus palabras, obviamente, no develan por completo el misterio ancestral del “puente” entre el ser humano y la divinidad, pero ensayan una justificación deslumbrante, y hasta conmovedora del sentido de lo “religioso”. Con un léxico preciso desentraña el poder de los símbolos sagrados comunes a todas las culturas antiguas y demuestra la justa jerarquía espiritual de las diversas conductas humanas. Guénon nos acerca la lógica perfecta oculta en las tradiciones primordiales y la actual alteración de su sentido, su incomprensión y su degradación, en especial en el Occidente moderno.

Cabe aclarar que tanto Guénon como los demás autores catalogados dentro de la llamada Tradición Perenne no inventan ninguna nueva teoría. Ni pretenden erigir nuevas ideas trascendentales. Simplemente, lejos de buscar un sincretismo, reitero, acercan los principios comunes que fundamentan las religiones o las corrientes espirituales tradicionales, y los conceptos básicos de la filosofía griega. Dentro de este grupo, aparte de Guénon, se destacan el polémico Julius Evola. Incluso no distan demasiado de estas ideas muchos textos de Mircea Eliade, Ernst Junger y Raimon Pannikar. Precisamente, las ideas de Pannikar me brindaron una claridad mayor a la hora de entender y explicar las del propio Guénon y el sentido de las religiones. Podría agregar que Pannikar explica cómo la espiritualidad se puede ordenar en diferentes niveles de profundidad: existe una capa superficial que, sin ahondar en justificativos racionales, se expresa a través de dogmas y rituales. Pero bajo esa capa formal permanece un núcleo esencial, un misterio inefable, al que sólo pueden llegar a contemplar, y a través de un lejano reflejo, algunos místicos. Ese misterio se expresa mediante símbolos que operan mucho más allá de lo que podríamos llegar siquiera a atisbar con nuestro escueto entendimiento racional.

Las verdades incómodas

En esa búsqueda, llena de traspiés, de una síntesis, de un razonamiento superador, me encontré, en el catolicismo clásico, con un jesuita, filósofo, teólogo, psicólogo, poeta y periodista argentino; pero, sobre todo, con un hombre políticamente incorrecto, dotado de una notable sagacidad. Sorpresivamente, o no tanto, como Guénon, ocultado o censurado. Necesitaría abarcar muchas páginas más para presentar al padre Leonardo Castellani, pero podría atrevidamente resumir que describió como pocos la decadencia en los últimos siglos del pensamiento occidental y la crisis de la propia Iglesia Católica. En su obra explica y denuesta al “fariseísmo” actual --esa manera impostada propia de la secta judaica contra la que se reveló el propio Jesús--; y, a la vez, con mucha contundencia ubica al liberalismo como el otro mal de nuestro tiempo. Castellani también demostró cómo la decadencia del pensamiento occidental moderno afectó a la política, al arte y a la vida cotidiana de nuestra generación.

El desvío conservador

Para no distorsionar los conceptos de la verdadera Tradición, debo recalcar que la existencia de una mística esencial no niega de ninguna manera la necesidad, en ciertos casos y en ciertos tiempos, de una capa exotérica, exterior, o dogmática. Siempre y cuando lo accesorio no cobre autonomía y se aleje de la esencia. Cuando esto acontece el problema es que los ritos pierden sentido, los dogmas se vuelven estériles y puede ocurrir que la sociedad se encamine hacia un “puritanismo social”, cuya única motivación es estar a resguardo del “qué dirán”. Esto se muestra evidente en ciertos comportamientos de judíos ortodoxos, de budistas tibetanos, de sectores extremos de luteranos y calvinistas, y, por supuesto, también de los católicos ultraconservadores. La confusión del sentido profundo de la religión también puede degenerar en interpretaciones temerarias y ultrasesgadas de los textos sagrados, por ejemplo, el islamismo fundamentalista. Cabe aclarar que aunque muchos exégetas del Corán consideran que el espíritu guerrero está manifestado en su texto, es evidente que ciertos atentados perpetrados en la actualidad no pueden ir conforme a ninguna esencia trascendental.

La contracara

En la vereda del frente asoman sus cabezas inquietas los progresistas liberales, que siempre se muestran afanosos en adaptar y adecuar la realidad, y la naturaleza misma, a unas camaleónicas ideas políticas cuando no a una lábil sensibilidad. Los “progres” actuales, en algunos casos, incluso tergiversan y subvierten los valores que todas las culturas erigieron como las virtudes humanas fundamentales. Entre esas conductas tomadas por la mayoría de las tradiciones y por la filosofía clásica como virtudes, por supuesto que se destaca, como uno de sus pilares, el ascetismo, una idea de hidalguía y entereza para habitar lo más alejado posible de los estímulos hedonistas y de las “febriles pasiones”. Pero, en cambio, el progresismo moderno parece estar empecinado en hacer gala, levantar el estandarte y hasta enorgullecerse de las más bajas pasiones humanas. Los liberales pretenden instaurar nuevos patrones de conducta. Creen en una idea utópica de igualdad, que en muchos casos incluye, insólitamente, hasta los animales. Los autores tradicionales hasta principios de la modernidad aseguran algo que no está de más volver a repetir: el mundo, le pese a quien le pese, tiene un orden jerárquico natural. Si se niega esto, lo que se niega es la condición humana y vamos desaforados hacia la extinción.

Esquivar el péndulo

En atención a todo este preámbulo podría conjeturar que los extremos mismos son los que generan unas reacciones y contrarreacciones desbocadas. Y cuando el apego al dogma religioso se lleva a un extremo absurdo en su contexto, la respuesta es una especie de anarquismo liberal donde los progresistas terminan custodiando sus nuevos dogmas con un estilo puritano y de una manera fanática. Al final, pareciera que las posiciones extremistas van quedando desorientadas y, como resultado, no les termina preocupando tanto ni el pecado, ni la homofobia; ni el libertinaje, ni el machismo; incluso, ni el desprecio que alguien pueda sentir por un animal. Lo que más les crispa, bien en el fondo, es que una persona verbalice esos sentimientos. En cada uno de los dos extremos se podría cantar: ¡que vivan las apariencias! Creo que así vamos todos, a veces en la cornisa, o a veces montados en ese péndulo descontrolado, que va de un fanatismo al otro. Y no es extraño que podamos terminar actuando en espejo a nuestros enemigos.

© LA GACETA

Nicolás Sancho Miñano – Abogado y escritor. Su último libro es Relato cruento del tiempo inolvidable.